jueves, 22 de abril de 2010

ALICIA EN EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS

El norteamericano Tim Burton es uno de esos realizadores de difícil clasificación que en la década de los ochenta comenzó a tener cierta repercusión gracias a unos largometrajes a medio camino entre lo disparatado y lo original, lo imaginativo y lo incomprensible. Títulos como Beetlejuice o La gran aventura de Pee Wee le hicieron merecedor de un adjetivo tan impreciso como es el de “visionario”. Director irregular y un tanto disperso, tan pronto rueda un gran éxito de taquilla como Batman o un film interesante aunque minoritario como Big Fish. Sin embargo, se le reconoce claramente por una serie de características propias que desarrolla en un universo visual muy peculiar y que son un marcadísimo punto de locura, la capacidad de traducir en imágenes su imaginación desbordante y una inconfundible ironía que se alza como marca de la casa. Dicho esto, resulta cada vez más patente que ha ido perdiendo parte de la sensibilidad que mostró en el delicioso cuento Eduardo Manostijeras (su mejor trabajo hasta la fecha) a favor de un incremento del desenfreno visual que invade todos sus proyectos. Charlie y la fábrica de chocolate, un festival de colores y formas imposibles que sólo puede ser digerido por una mentalidad infantil en el mejor sentido del término, es un buen modelo para realizar esta afirmación. De hecho, la identificación de ese universo de personajes irreales, paisajes góticos y descripciones coloristas con su creador es tal que, cada vez que sale a la luz una obra de este estilo, es calificada de “Burtoniana”. Es el caso, por citar un ejemplo reciente, del maravilloso libro La mecánica del corazón escrito por el líder del grupo musical galo Dionisios Mathias Malzieu, quien soporta estoicamente la comparación de su novela con las producciones del director californiano.
En Alicia en el país de las maravillas Tim Burton se desentiende, como viene siendo habitual en él, de cualquier atadura. Ni se siente obligado a seguir el famoso cuento de Lewis Caroll (del que sólo toma prestados los personajes) ni se siente vinculado a urdir una trama mínimamente coherente. Simplemente se zambulle en otro de sus espectáculos visuales coloristas y desproporcionados. La posibilidad de que a los espectadores les guste o no el resultado final depende de su nivel de aceptación de la fantasía, es decir, de la mayor o menor tolerancia a las experiencias imaginativas sin lógica. A menor nivel, la probabilidad de que a los pocos minutos de proyección el contenido les resulte pesado e incluso incomprensible aumentan. No obstante, es justo resaltar que Burton se ha superado a sí mismo a la hora de manifestar su capacidad de atraer al público a las salas. Pese a su elevado coste de producción (unos doscientos millones de dólares) ya lleva recaudados casi ochocientos en su distribución mundial, lo que da la medida del innegable interés con el que se esperaba este estreno. Otra cuestión es si todas las personas que han visto esta versión de Alicia hayan salido satisfechas con la experiencia.
La protagonista es la joven australiana Mia Wasikowska, actriz prácticamente desconocida que interpreta con corrección un papel tan complicado. Es en los secundarios en donde están los actores más conocidos. Johnny Depp, un fijo en la filmografía del realizador, encarna a la perfección al personaje más disparatado de la historia, mientras que Helena Bonham Carter, musa y además esposa de Burton, de vida a la Reina Roja. Finalmente, Ann Hathaway – El diablo viste de Prada, Brokeback Mountain – se transforma en una gótica Reina Blanca.

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