De
la misma forma que en Semana Santa siempre reponen películas de romanos, o en
verano tienden a estrenar largometrajes de monstruosas criaturas marinas,
también la Navidad arrastra su particular maldición cinematográfica. La
cartelera se llena de casas con el tejado nevado, trineos, regalos y luces
intermitentes para festejar dicha fiesta. Sin embargo, salvo honrosas
excepciones, las cintas en cuestión suelen ser un horror, y no precisamente
porque se encuadren dentro del género de terror (aunque, en ocasiones, podrían).
Acaba de estrenarse “Navidad en Candy Cane Lane”, una insufrible propuesta
sobre esas competiciones dirigidas a ver
quién decora y engalana su hogar de forma más recargada para celebrar tan entrañables
fechas. Se trata de un fenómeno similar al que protagonizan algunos alcaldes en
nuestro país al disputarse el trono de la iluminación de sus calles, pero en
versión americana y desarrollándose la contienda entre los vecinos de un
barrio.
El
film pretende resultar cómico, navideño y entretenido e, incluso, aspira a la
fantasía, pero fracasa estrepitosamente en todos y cada uno de sus objetivos.
La ridiculez de la trama y la insignificancia de sus personajes impiden disfrutar
de una historia excesiva y carente de
sentido. Y, aun reconociendo que mi concepto de comicidad dista notablemente del
sentir mayoritario, me cuesta creer que alguien se ría con las propuestas
simplonas sobre las que se asienta un guion redactado como quien enlaza
ocurrencias durante una etílica tormenta de ideas.
Presentada
como una propuesta familiar, dudo que semejante afirmación pueda defenderse,
salvo que se reniegue de aquellos que comparten la misma sangre. Un hombre está
decidido a ganar el concurso anual de decoración navideña de su localidad así
que, para contar con más posibilidades de recibir el premio, decide hacer un
trato con una “elfa” traviesa que, por medio de un hechizo, causará el caos en
toda la ciudad. Para salvar las festividades de Navidad de semejante ruina,
Chris y su familia deberán encontrar la manera de deshacer el encantamiento y
enfrentarse a todo tipo de contratiempos y seres mágicos.
No
procede insistir demasiado: “Navidad en Candy Cane Lane” es tan mala como
indica su título y sus casi dos horas de proyección se tornan excesivas, si
bien dudo de que ni siquiera funcionase como cortometraje. Tal vez en un
inicio, cuando fue un germen de idea en alguna cabeza, pudo albergar cierto
sentido. Sin embargo, convertida en realidad, ha demostrado ser una mala idea.
Encabeza
el reparto el actor Eddie Murphy, quien a principios de los años ochenta
transmitió una imagen graciosa y divertida en títulos como “Límite 48 horas” o
“Superdetective en Hollywood”. Incluso su actuación en “Dreamgirls” merece en
justicia ser destacada. Pero, más allá de estas excepciones, lleva demasiado
tiempo exprimiendo su exagerada sonrisa y sus gestos histriónicos. Por más que
en algunos de sus trabajos exhiba gancho y acierto, su balanza profesional se
inclina hacia el lado negativo. Aquí da vida a otro nuevo perfil que vuelve a
parecer el mismo, pero sin la frescura de antaño y, sobre todo, sin un guion
solvente que lo sustente. Junto a él figura Jillian Bell, que con este papel de
“elfa” insiste en su preferencia por las comedias absurdas. Sus apariciones en
“La boda de mi mejor amiga”, “Fiesta de empresa”, “Pelea de profes” o “Una noche
fuera de control” definen a las claras la trayectoria de esta joven actriz
norteamericana. El realizador Paul Thomas Anderson la intenta rescatar de esta
deriva de cuando en cuando (“The Master”, “Puro vicio”), pero no consigue
enderezar el rumbo. Completan el reparto Tracee Ellis Ross (“Personal
Assistant”), Thaddeus J. Mixson (“Creed III”) y Anjelah Johnson-Reyes (“Sobran
las palabras”).
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