Cada
vez con más frecuencia, me resulta imposible conectar con la mayor parte de las
propuestas cinematográficas actuales. Comienza a serme habitual asistir a
estrenos que me dejan completamente frío y confirmar que he tirado a la basura
el tiempo empleado en visionar una cinta. Pero, sobre todo, a menudo se me hace
muy incomprensible entender las razones por las que determinados largometrajes
reciben premios y distinciones. Sin ir más lejos, “El triángulo de la tristeza”
ganó la última Palma de Oro del Festival de Cannes y opta al Oscar a la mejor
película y, sinceramente, no sé qué le encuentran. A escasos minutos del
inicio, supe que sus casi dos horas y media de proyección me supondrían un
martirio y, por desgracia, acerté.
Por
lo visto, se postula como una crítica o sátira mordaz que, deduzco, aspira a
llamar la atención por la vía de la excentricidad y la exageración. En
cualquier caso, yo tan sólo veo un cúmulo de escenas sin sentido, desprovistas de
gracia y carentes interés. Ni los personajes, ni la trama (de tenerla), ni la
forma de narrar de su director, me ofrecieron aliciente alguno. Si pretendía
hacer reír, fracasó completamente conmigo y con los escasos sufridores que me
acompañaban en la sala. No escuché una mera carcajada ni esbocé una mínima
sonrisa. Si, por el contrario, el propósito se centraba en parecer incisivo o
reflexivo frente a este mundo vacuo y superficial imperante, tampoco acertó. Lo
que sí destila es una arrogancia pretenciosa y una superficialidad en ningún
momento compensada por un toque sutil o brillante, limitándose a desprender un
tufillo a esnobismo pueril y hortera.
Un
grupo de modelos e “influencers” (signifique lo que signifique) acuden como
invitados a un crucero de lujo repleto de millonarios, con un capitán comunista
y alcohólico al mando y en el que las jerarquías sociales se aplican de una
forma implacable. Una fuerte tormenta termina por hundir el barco aunque, lamentablemente,
no aniquila a todos los pasajeros, de modo que el metraje continúa a cargo a
algunos supervivientes, esta vez en una isla desierta, donde las circunstancias
se tornan hasta el punto de que una humilde tripulante filipina, gracias a sus
dotes para sobrevivir, se convierte en la líder del grupo.
Desde
luego, se requiere una dosis muy superior de gracia y de contenidos para
abordar un censura perspicaz de la sociedad capitalista de manera entretenida,
divertida e irónica. Y ahora vuelvo de nuevo a mi duda del principio. ¿Qué
apreciaron los miembros del jurado de Cannes o qué entendieron los académicos
de Hollywood para catapultar a “El triángulo de la tristeza” a un puesto entre
los mejores trabajos del año? Desde luego, el realizador sueco Ruben Östlund apuntaba
maneras, siendo al cine actual lo que determinados artistas que exponen sus
obras en la Feria Internacional de Arte Contemporáneo de España (ARCO) lo son a
otras disciplinas artísticas. Para este colectivo, la extravagancia se alza
como la nueva elegancia y sus ideas han de plasmarse desde la exageración, la
desproporción o, mejor aún, cayendo en la ridiculez. Por aquello de que, para
gustos, colores, no seré yo quien impida la libertad expresión de este cineasta
que, a buen seguro, contará con numerosos seguidores. Ahora bien, habida cuenta
de que la célebre frase “no se puede gustar a todo el mundo” halla su reverso
en “no se puede disgustar a todo el mundo”, sus propuestas en absoluto están
hechas para mí. El film ha sido también noticia reciente por la trágica muerte
de su joven protagonista, Charlbi Dean, a los veintidós años. El único rostro
conocido dentro del elenco es el de Woody Harrelson (“Tres anuncios en las
afueras” o “El escándalo de Larry Flynt”).
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