A
lo largo de la Historia del cine han circulado numerosas historias sobre las
disputas existentes entre los productores y los directores de las películas.
Por un lado, quienes buscan el dinero para la inversión de los rodajes y se
encargan después de rentabilizarlo. Y por otro, los que se encargan de la
vertiente artística y crean las obras. Incluso algunos realizadores que también
llevan a cabo la labor de producción han confesado luchas internas con ellos
mismos a la hora de compaginar ambas facetas. En todo caso, en esta particular
pugna la faceta empresarial gana cada vez más terreno y poderío frente a la
creadora. Con mayor nitidez y frecuencia se percibe el ejercicio cinematográfico
como un bien de consumo más. Se realizan estudios de mercado, se analizan las
preferencias de la gente y se da el salto a la comercialización en lo que viene
a ser otra variante de la ley de la oferta y la demanda. Si la población se
encuentra sensibilizada con determinado problema, se pone de moda un concreto
tema o, simplemente, se acerca la celebración de una festividad o fecha
asociada a un colectivo, la industria se afana en atender a dicha ciudadanía y
garantizarle las propuestas.
Obviamente,
se trata de una práctica legítima y hasta comprensible, y que no comento sólo a
modo de crítica, dado que responde a las reglas de la lógica. No obstante,
considero que la progresiva pérdida del concepto de autoría (en el sentido de
visión personal, auténtica e incluso íntima de un cineasta) dentro del sector
es alarmante. Lo más llamativo de “Beauty”, recientemente estrenada en Netflix,
estriba en que pretende poner el dedo en la llaga sobre tales cuestiones, pese a
que, en mi opinión, su mero estreno constituye una reafirmación de lo que
aspira a criticar.
“Beauty”
presenta el
relato de una joven y talentosa cantante negra a la que una discográfica ofrece
la oportunidad de convertirse en una estrella. Sin embargo, ese camino se hallará
plagado de concesiones y variaciones respecto de lo que ella quiere cantar y
expresar. Así, se enreda en constantes desencuentros con los agentes, los
representantes, sus familiares y su círculo más estrecho, empeñada en seguir
siendo ella misma y no un producto fabricado artificialmente para agradar a los
consumidores. Una canción para los de raza blanca, otra para los de raza negra,
otra para la clase media, otra para la familia tradicional, otra para las menos
tradicionales… Ya lo decía Woody Allen con extraordinaria certeza: “No sé cuál
es el camino del éxito, pero sí sé cuál es el camino del fracaso: intentar
contentar a todo el mundo”.
Esta
clase de producciones de “Netflix” es a otras cintas estrenadas en las salas de
proyección lo que una marca blanca de un supermercado a la marca originaria. La
citada plataforma, si bien ya suma notables aportaciones al Séptimo Arte, se
caracteriza por inundar su particular cartelera con proyectos de consumo rápido
y exclusivo para alcanzar al mayor número de telespectadores. Brinda una marca
blanca (y blanda) para que cada persona encuentre su producto. Pero, en este
caso, a mí nada de lo que cuenta me interesa lo más mínimo, habida cuenta de
que en ningún momento me he creído lo que se me propone.
Se
basa en una narración excesivamente artificial, forzada y previsible. Casi cada
diálogo y escena están ideados para complacer las más variopintas necesidades
señaladas por el estudio de mercado. Un peligroso camino por el que, al menos a
mí, me va a resultar muy complicado disfrutar de un largometraje.
La
protagonista del film es la actriz Gracie Marie Bradley, en su primer papel
relevante, y entre los secundarios figuran Giancarlo Esposito (“Haz lo que
debas”, “Sospechosos habituales”) y Sharon Stone, nominada al Oscar por
“Casino”, de Martin Scorsese y que en su momento explotó (o fue explotada) como
reclamo sexual.
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