viernes, 8 de julio de 2022

BEAUTY



A lo largo de la Historia del cine han circulado numerosas historias sobre las disputas existentes entre los productores y los directores de las películas. Por un lado, quienes buscan el dinero para la inversión de los rodajes y se encargan después de rentabilizarlo. Y por otro, los que se encargan de la vertiente artística y crean las obras. Incluso algunos realizadores que también llevan a cabo la labor de producción han confesado luchas internas con ellos mismos a la hora de compaginar ambas facetas. En todo caso, en esta particular pugna la faceta empresarial gana cada vez más terreno y poderío frente a la creadora. Con mayor nitidez y frecuencia se percibe el ejercicio cinematográfico como un bien de consumo más. Se realizan estudios de mercado, se analizan las preferencias de la gente y se da el salto a la comercialización en lo que viene a ser otra variante de la ley de la oferta y la demanda. Si la población se encuentra sensibilizada con determinado problema, se pone de moda un concreto tema o, simplemente, se acerca la celebración de una festividad o fecha asociada a un colectivo, la industria se afana en atender a dicha ciudadanía y garantizarle las propuestas.

Obviamente, se trata de una práctica legítima y hasta comprensible, y que no comento sólo a modo de crítica, dado que responde a las reglas de la lógica. No obstante, considero que la progresiva pérdida del concepto de autoría (en el sentido de visión personal, auténtica e incluso íntima de un cineasta) dentro del sector es alarmante. Lo más llamativo de “Beauty”, recientemente estrenada en Netflix, estriba en que pretende poner el dedo en la llaga sobre tales cuestiones, pese a que, en mi opinión, su mero estreno constituye una reafirmación de lo que aspira a criticar. 

“Beauty” presenta el relato de una joven y talentosa cantante negra a la que una discográfica ofrece la oportunidad de convertirse en una estrella. Sin embargo, ese camino se hallará plagado de concesiones y variaciones respecto de lo que ella quiere cantar y expresar. Así, se enreda en constantes desencuentros con los agentes, los representantes, sus familiares y su círculo más estrecho, empeñada en seguir siendo ella misma y no un producto fabricado artificialmente para agradar a los consumidores. Una canción para los de raza blanca, otra para los de raza negra, otra para la clase media, otra para la familia tradicional, otra para las menos tradicionales… Ya lo decía Woody Allen con extraordinaria certeza: “No sé cuál es el camino del éxito, pero sí sé cuál es el camino del fracaso: intentar contentar a todo el mundo”.

Esta clase de producciones de “Netflix” es a otras cintas estrenadas en las salas de proyección lo que una marca blanca de un supermercado a la marca originaria. La citada plataforma, si bien ya suma notables aportaciones al Séptimo Arte, se caracteriza por inundar su particular cartelera con proyectos de consumo rápido y exclusivo para alcanzar al mayor número de telespectadores. Brinda una marca blanca (y blanda) para que cada persona encuentre su producto. Pero, en este caso, a mí nada de lo que cuenta me interesa lo más mínimo, habida cuenta de que en ningún momento me he creído lo que se me propone.

Se basa en una narración excesivamente artificial, forzada y previsible. Casi cada diálogo y escena están ideados para complacer las más variopintas necesidades señaladas por el estudio de mercado. Un peligroso camino por el que, al menos a mí, me va a resultar muy complicado disfrutar de un largometraje.

La protagonista del film es la actriz Gracie Marie Bradley, en su primer papel relevante, y entre los secundarios figuran Giancarlo Esposito (“Haz lo que debas”, “Sospechosos habituales”) y Sharon Stone, nominada al Oscar por “Casino”, de Martin Scorsese y que en su momento explotó (o fue explotada) como reclamo sexual.



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