Joel y Ethan Coen han ganado con todo merecimiento una posición de privilegio en la industria del cine. Algunos títulos indispensables de su filmografía como Muerte entre las flores, Barton Fink, Fargo, El gran Lebowski, No es país para viejos o Quemar después de leer merecen ser destacados para entender la evolución tanto de la comedia como de ese concepto de contenido laxo y discutible que engloba al denominado “cine independiente”. Las citadas cintas son de obligada re-visión cada cierto tiempo debido a su calidad y a su propuesta de inteligente comicidad. Sin embargo, como si se tratase de una variante de la teoría de los picos de Hubbert, también integran su currículum numerosos títulos muy prescindibles si se comparan con el nivel artístico ya alcanzado en proyectos anteriores. Sólo así se puede entender que historias como las de El gran salto, Crueldad intolerable o Un tipo serio procedan de las mismas mentes.
La insistencia en mostrar a tipos corrientes que, generalmente, son originarios de los estados del Medio Oeste norteamericano (conviene recordar que ambos cineastas han nacido en Minnesota) y cuyas vidas son extremadamente anodinas, es una de sus principales señas de identidad. Por ejemplo, en Fargo la quietud de los paisajes aislados por la nieve tenía tanta importancia en el desarrollo de los hechos como los diálogos de los personajes. Ocurre exactamente lo mismo con la rutina diaria carente de interés por la que discurre el matrimonio de la protagonista femenina, reflejando en cada fotograma el estilo propio de los Coen. Esa recreación del aburrimiento vital se compensaba con creces con una interesante historia en la que la brillantez de los diálogos y las numerosas situaciones hilarantes que mostraba la convertían en uno de los títulos más recomendables de la segunda mitad de la década de los noventa.
En Un tipo serio se reitera la fórmula pero sin los instrumentos correctores que impiden que la narración lenta y hasta pausada se apodere de la cinta y, lo que es peor, genere en el público un desinterés que le obliga a consultar el reloj insistentemente para comprobar cuánto tiempo falta aún para poder abandonar la sala. En definitiva, la película es aburrida, uno de los peores defectos que se le pueden achacar a un producto cinematográfico cuyo primer mandamiento es entretener en sus múltiples variantes, que van desde la evasión en el género de acción, la risa en las comedias, la angustia en el drama o la emoción en el suspense. Resulta imprescindible lograr dicho objetivo pero, en este caso, no se consigue y el fracaso recae sobre el espectador como una losa.
La trama descansa sobre la vida tranquila y ordenada de un hombre de mediana edad en una comunidad judía del interior estadounidense. Esa vida se desmorona cuando, simultáneamente, su mujer le comunica que quiere divorciarse porque mantiene una relación con otro hombre, sus hijos le roban dinero de la cartera, comienza a recibir una serie de sobornos que le conducen a tener problemas laborales y, en busca de soluciones, recurre sin éxito a sus creencias religiosas. Lo único que provoca un mínimo de interés en la proyección es una especie de cuento popular denominado Yiddish ambientado hace cien años en una aldea judía polaca que se relata al inicio de la misma y que, para colmo, nada tiene que ver con el resto del metraje.
El actor Michael Stuhlbarg encarna al “tipo serio” junto a un grupo de intérpretes perfectamente desconocidos para el gran público.
La insistencia en mostrar a tipos corrientes que, generalmente, son originarios de los estados del Medio Oeste norteamericano (conviene recordar que ambos cineastas han nacido en Minnesota) y cuyas vidas son extremadamente anodinas, es una de sus principales señas de identidad. Por ejemplo, en Fargo la quietud de los paisajes aislados por la nieve tenía tanta importancia en el desarrollo de los hechos como los diálogos de los personajes. Ocurre exactamente lo mismo con la rutina diaria carente de interés por la que discurre el matrimonio de la protagonista femenina, reflejando en cada fotograma el estilo propio de los Coen. Esa recreación del aburrimiento vital se compensaba con creces con una interesante historia en la que la brillantez de los diálogos y las numerosas situaciones hilarantes que mostraba la convertían en uno de los títulos más recomendables de la segunda mitad de la década de los noventa.
En Un tipo serio se reitera la fórmula pero sin los instrumentos correctores que impiden que la narración lenta y hasta pausada se apodere de la cinta y, lo que es peor, genere en el público un desinterés que le obliga a consultar el reloj insistentemente para comprobar cuánto tiempo falta aún para poder abandonar la sala. En definitiva, la película es aburrida, uno de los peores defectos que se le pueden achacar a un producto cinematográfico cuyo primer mandamiento es entretener en sus múltiples variantes, que van desde la evasión en el género de acción, la risa en las comedias, la angustia en el drama o la emoción en el suspense. Resulta imprescindible lograr dicho objetivo pero, en este caso, no se consigue y el fracaso recae sobre el espectador como una losa.
La trama descansa sobre la vida tranquila y ordenada de un hombre de mediana edad en una comunidad judía del interior estadounidense. Esa vida se desmorona cuando, simultáneamente, su mujer le comunica que quiere divorciarse porque mantiene una relación con otro hombre, sus hijos le roban dinero de la cartera, comienza a recibir una serie de sobornos que le conducen a tener problemas laborales y, en busca de soluciones, recurre sin éxito a sus creencias religiosas. Lo único que provoca un mínimo de interés en la proyección es una especie de cuento popular denominado Yiddish ambientado hace cien años en una aldea judía polaca que se relata al inicio de la misma y que, para colmo, nada tiene que ver con el resto del metraje.
El actor Michael Stuhlbarg encarna al “tipo serio” junto a un grupo de intérpretes perfectamente desconocidos para el gran público.
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