El realizador británico Danny Boyle saltó a la fama en el año 1996 tras dirigir Trainspotting, cinta de difícil clasificación que describía el estilo de vida al límite de unos jóvenes en los bajos fondos de la ciudad de Edimburgo. La nominación al Oscar de Hollywood al mejor guión adaptado y una sonada rentabilidad en taquilla fueron los frutos de aquel intenso largometraje. Posteriormente, Boyle, un tanto perdido desde el punto de vista profesional, rodó con grandes estrellas de la gran pantalla -Una historia diferente con Cameron Díaz, La playa con Leonardo DiCaprio- pero sin alcanzar la repercusión ni la brillantez de su anterior trabajo. Sólo al cambiar de registro, el éxito se volvió a cruzar en su camino gracias a 28 días después, film a caballo entre el terror y la ciencia-ficción que, con un presupuesto de apenas ocho millones de dólares, logró multiplicar por diez su recaudación y, de paso, revitalizar un género bastante estancado hasta ese momento. El tinerfeño Juan Carlos Fresnadillo fue el artífice de su brillante secuela, 28 semanas después, en la que Boyle asumió labores exclusivamente de producción. Firmemente decidido a no encasillarse, probó con géneros tan dispares como el drama infantil pseudo-religioso de Millones, aunque de nuevo con resultados discretos.
Su cíclica relación con el triunfo se ha repetido una vez más y, tras años de escasa notoriedad, estrena Slumdog Millionaire, la historia de un joven indio que vive en condiciones de extrema pobreza desde la infancia y que decide cambiar su mala racha vital participando en la versión patria del concurso televisivo “¿Quién quiere ser millonario?”. La película comparte algunas similitudes con Ciudad de Dios, dirigida por el brasileño Fernando Meirelles en 2002, un reflejo de las penurias que padecen los niños que habitan en las favelas de ese inmenso país sudamericano. En esta ocasión, el escenario de la miseria se traslada a la India, una de las naciones con mayor índice de pobreza del planeta. Durante buena parte del metraje asistimos a una serie de atrocidades soportadas por la infancia más desprotegida y, aunque en ocasiones se intente endulzar la realidad con alguna licencia cómica, ésta resulta extremadamente desoladora. Pero la peculiaridad que explica la trascendencia mundial de este proyecto cinematográfico no es otra que su feliz y optimista final, cuya última escena presentada a través de un alegre número musical supone para el espectador un contraste tan radical que termina abandonando la sala de proyección con un maravilloso sabor de boca.
Quienes defienden que los grandes premios no son más que un amaño de la poderosa industria cinematográfica para premiarse a sí misma y rentabilizar todavía más sus producciones tienen en este título la enésima prueba que desautoriza dicho argumento. Rodada completamente al margen de las grandes productoras y con un presupuesto ínfimo, ha obtenido más de ciento cincuenta millones de dólares tras haber invertido poco más de diez, arrasando de forma sorprendente en cuantas ceremonias de entrega de premios ha participado, el más importante y reciente el Oscar a la mejor película unido a otras siete estatuillas, el Globo de Oro, el Bafta y los otorgados por la mayor parte de las asociaciones norteamericanas de críticos cinematográficos. Y, aunque para muchos aficionados -entre los que me incluyo- no se puede considerar la mejor cinta de 2008, es de justicia reconocer su innegable mérito.
Su cíclica relación con el triunfo se ha repetido una vez más y, tras años de escasa notoriedad, estrena Slumdog Millionaire, la historia de un joven indio que vive en condiciones de extrema pobreza desde la infancia y que decide cambiar su mala racha vital participando en la versión patria del concurso televisivo “¿Quién quiere ser millonario?”. La película comparte algunas similitudes con Ciudad de Dios, dirigida por el brasileño Fernando Meirelles en 2002, un reflejo de las penurias que padecen los niños que habitan en las favelas de ese inmenso país sudamericano. En esta ocasión, el escenario de la miseria se traslada a la India, una de las naciones con mayor índice de pobreza del planeta. Durante buena parte del metraje asistimos a una serie de atrocidades soportadas por la infancia más desprotegida y, aunque en ocasiones se intente endulzar la realidad con alguna licencia cómica, ésta resulta extremadamente desoladora. Pero la peculiaridad que explica la trascendencia mundial de este proyecto cinematográfico no es otra que su feliz y optimista final, cuya última escena presentada a través de un alegre número musical supone para el espectador un contraste tan radical que termina abandonando la sala de proyección con un maravilloso sabor de boca.
Quienes defienden que los grandes premios no son más que un amaño de la poderosa industria cinematográfica para premiarse a sí misma y rentabilizar todavía más sus producciones tienen en este título la enésima prueba que desautoriza dicho argumento. Rodada completamente al margen de las grandes productoras y con un presupuesto ínfimo, ha obtenido más de ciento cincuenta millones de dólares tras haber invertido poco más de diez, arrasando de forma sorprendente en cuantas ceremonias de entrega de premios ha participado, el más importante y reciente el Oscar a la mejor película unido a otras siete estatuillas, el Globo de Oro, el Bafta y los otorgados por la mayor parte de las asociaciones norteamericanas de críticos cinematográficos. Y, aunque para muchos aficionados -entre los que me incluyo- no se puede considerar la mejor cinta de 2008, es de justicia reconocer su innegable mérito.
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