viernes, 21 de noviembre de 2025

DIE MY LOVE



El mundo de las artes es mágico e inexplicable. Las razones por las que una canción, un libro, una película, un cuadro o una escultura llegan a lo más profundo de algunas personas y pasan desapercibidas para otras demuestran que no hay explicación posible. Se trata de la subjetividad en su máxima expresión. Tal cúmulo de sentimientos, experiencias y caracteres a menudo no encajan en el parámetro de unos argumentos motivados.  La industria del Séptimo Arte genera proyectos audiovisuales que agradan al público porque les entretienen, les divierten o les tocan esa fibra sensible, si bien no funcionan con todos los espectadores. En mi caso concreto, veo en no pocas ocasiones películas cuya pulcritud técnica, solvente producción y trabajadas interpretaciones valoro, pero, pese a ello, asisto a su visionado con distancia y sin implicación clara entre las obras y yo. Aun así, estoy convencido de que habrá quienes disfrutarán de esa singular y especial conexión, y que las considerarán redondas y plenas. 
Con “Die My Love” (enésimo ejemplo de cinta estrenada en España sin traducción en el título) viví una situación similar a la ya relatada en el párrafo anterior. Aprecio la implicación y el mérito de los actores, la corrección en los recursos y la buena mano narrativa, pero me falta todo lo demás. Probablemente no sea el film más adecuado para el divertimento, por lo que esa implicación misteriosa entre mis ojos y la proyección no se produjo. Y no digo que este hecho deba atribuirse ni a un defecto del largometraje ni a mi propia culpa. Tan sólo digo que no se produjo. En ningún momento me situé ante una historia pura, sino ante la transmisión de una determinada consigna que quería subrayarse e imponerse a toda costa, con la artificialidad y falta de credibilidad que esa apuesta conlleva. Que una trama se relate con espontaneidad, franqueza y verosimilitud y que, como consecuencia, dé lugar a una moraleja, nada tiene que ver con la percepción inicial de un guion escrito de forma trucada y un tanto forzada en torno al mensaje. En los tiempos que corren cuesta diferenciar lo creíble de lo no creíble. A veces, un capítulo de “Los Simpson” demuestra más rigor que la realidad que se nos traslada a través de los telediarios.  La actualidad parece impregnada de una capa de ridiculez incompatible con la autenticidad, pero así está el mundo. Sin embargo, al entrar en una sala de cine, uno es dueño absoluto de lo que está dispuesto a creer y lo que no. Y, por desgracia, lo que yo visioné en numerosos tramos del metraje no lo califico como creíble ni como natural.  
Una pareja joven y enamorada se muda de Nueva York a una casa heredada situada en el campo. Ella, con un nuevo bebé, intenta adaptarse a ese entorno aislado, tan diferente al bullicio de la gran ciudad. En el proceso, se desmorona y se recompone de manera algo errática hasta que, finalmente, se redescubre como un ser alejado de la debilidad y cargado de imaginación, fortaleza y una impresionante e indómita vitalidad.
Reconozco la originalidad de la propuesta, sin duda una gran virtud en el presente panorama cinematográfico, plagado de reiteraciones y repeticiones. Detrás de la cámara se sitúa Lynne Ramsay, extraña cineasta responsable de las complejas “Tenemos que hablar de Kevin” y “En realidad, nunca estuviste aquí”. 
Encarnan a la pareja protagonista Jennifer Lawrence (ganadora del Oscar por “El lado bueno de las cosas” y con excelentes interpretaciones en “Joy”, “La gran estafa americana” o “Winter's Bone), y Robert Pattinson (“Crepúsculo”, “Tenet”). A cargo de papeles secundarios figuran también algunos “pesos pesados” como Sissy Spacek (premiada igualmente con la estatuilla dorada de Hollywood por su actuación en “Quiero ser libre”) o Nick Nolte (“El príncipe de las mareas”, “La delgada línea roja”).



No hay comentarios: