Hay quien
defiende que la visión de los temas, la percepción de los sentimientos, incluso
la forma de pensar de las nuevas generaciones, determina que sea deseable
revisar cada cierto plazo películas clásicas o antiguas, con el objetivo de
adaptarlas a esa inevitable diferente apreciación de los seres humanos con el
paso de las décadas. Si a ello se añade la posible mejora que, en algunos
casos, pueda producirse gracias a los avances de la tecnología, numerosas voces
argumentan esa necesidad de rodar a futuro versiones de títulos pasados. Mi
visión resulta más crítica con estas prácticas cinematográficas. Sin negar que,
excepcionalmente, existan poderosas razones para volver a filmar las mismas
historias y recurrir a idénticos personajes, mayoritariamente esconden una
importante falta de inventiva e imaginación, además del mero deseo de
rentabilizar un producto insistiendo en la vía que otrora le condujo al éxito.
La lista de segundas variantes que, no sólo no mejoraron, sino que
manifiestamente empeoraron sus originales, deviene muy extensa. A modo de
ejemplo, no creo que “Psicosis” o “Crimen perfecto” (ambas de 1998) aportaran
ningún beneficio a los jóvenes de entonces respecto de las de 1960 y 1954,
respectivamente.
Hace ya
treinta años, en 1994, se estrenó “El cuervo”, film de culto para numerosos
espectadores y maldito para otros, que alcanzó gran repercusión tanto dentro
como fuera de la pantalla. Su protagonista, Brandon Lee, hijo del mítico maestro
de artes marciales hongkonés Bruce Lee, murió tras ser tiroteado por accidente
durante el rodaje. La cinta recaudó más de cincuenta millones de dólares en
Estados Unidos y, con el transcurso del tiempo, fue ganando adeptos hasta
convertirse en una suerte de muestra icónica y sombría. Ahora llega a las salas
de proyección otra adaptación que, a mi juicio, ofrece muy poco e, incluso,
empaña y emborrona el recuerdo del largometraje al que supuestamente homenajea.
En
absoluto perfecciona la obra de los noventa, ni tampoco se percibe reinvención
o proposición que modernice el mensaje, salvo que el aumento exponencial de la
violencia sea la forma en la que se pretenda adecuar la trama al público actual.
De haberlo, cualquier novedoso logro técnico utilizado durante la filmación
pasa desapercibido. En definitiva, el resultado termina siendo terrorífico,
pero no porque genere el terror propio del género cinematográfico al que
pertenece, sino porque sencillamente resulta insufrible, pasando a engrosar la
lista de nuevas versiones innecesarias que naufragan al tratar de revitalizar clásicos
que sí conectaron con la audiencia en su momento.
Obviamente,
la trama apenas varía: la vida de una pareja transcurre plácidamente hasta que
ambos son asesinados y él regresa de entre los muertos para cobrarse una sangrienta
venganza.
El
responsable de este sacrilegio es Rupert Sanders, director inglés que debutó en
2012 con “Blancanieves y la leyenda del cazador” (cuyo trío de estrellas, Kristen
Stewart, Chris Hemsworth y Charlize Theron, obraba como reclamo) y que después
logró cierta repercusión con “Ghost in the Shell” (2017), protagonizada por Scarlett
Johansson. Sin duda, este reto le ha superado de un modo aplastante.
Integran
el reparto Bill Skarsgård, hijo del célebre actor Stellan Skarsgård, vinculado
a los largometrajes oscuros como “It”, “It: Capítulo 2” o “John Wick 4”. Le
queda mucho camino por recorrer para alcanzar el nivel de su progenitor. Sobre
todo, debería cambiar de proyectos y probar con temáticas diferentes y
propuestas más arriesgadas. Le acompaña Danny Huston, habitual secundario en
filmes tan conocidos como “El jardinero fiel”, “El aviador” o “X-Men orígenes:
Lobezno”. Recientemente, le hemos visto en la apuesta de Kevin Costner “Horizon:
An American Saga - Capítulo 1”. Junto a ellos intervienen la cantante que se
hace denominar “FKA Twigs” y Josette Simon (“Wonder Woman”).
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