En
la industria del cine actual se han consolidado dos principios, a modo de
mandamientos no escritos, que yo me resisto a aceptar. El primero se traduce en
que las nuevas generaciones no visionan películas antiguas, de manera que cada
cierto tiempo se ruedan versiones modernizadas de títulos clásicos para que los
jóvenes accedan a esas historias. El segundo defiende que las tramas, los personajes
y las narraciones de tiempos pasados deben adaptarse a las modas de hoy y a los
mensajes políticamente correctos de la presente época. La regla inicial
esconde, a mi juicio, una peligrosa tendencia a infantilizar cada vez más a los
espectadores advenedizos. Recuerda a aquella vieja táctica de mezclar los jarabes
con un alimento de sabor agradable para que los niños tomasen la medicina sin
saberlo. Ahora sustituyen el blanco y negro por el color, cambian las
vestimentas, modifican las jergas y trastocan las formas de comportamiento de
los protagonistas con la finalidad de reiterar temas universales que, por
supuesto, nunca cambiarán. Y la siguiente, por más que se disfrace, no deja de
constituir una vía hacia la censura y la imposición de valores y principios. En
otras palabras, una práctica que, en el ámbito de las manifestaciones
artísticas, implica una contradicción con la libertad y modernidad que se les
presupone.
En
ese sentido, comencé a ver “Candyman” con poco interés y nula convicción. No
obstante, reconozco que su directora, Nia DaCosta, realiza un notable esfuerzo
que da sus frutos. Esta joven realizadora neoyorkina logra configurar una
narración cinematográfica digna y, sobre todo, apta para un género tan especial
como el del terror. Amolda la obra original para ofrecer una crítica más social
y una reivindicación más racial. En cierta medida, debe reconocérsele su
iniciativa y también la efectividad del resultado. Sin embargo, yo me sigo
preguntando por qué no aspira a alcanzar dichos objetivos a través de una obra
propia y original, en vez de apostar por retorcer la creación previa de otra
persona.
Han
transcurrido cerca de treinta años desde el estreno de “Candyman: el dominio de
la mente”, la cinta de Bernard Rose interpretada por Tony Todd, Virginia Madsen
y Xander Berkeley, y más de cuatro décadas del de “The Forbidden” (Lo
prohibido) de Clive Barker, igualmente acerca del personaje de Candyman. Si,
efectivamente, se pretende abordar una alegoría en contra del racismo y un
reproche sobre la situación de las sociedades modernas, lo considero apropiado.
Lo que ya me resulta más cuestionable desde un punto de vista artístico es que
se lleve a cabo usando y distorsionando obras previas e ideadas con un objetivo
diferente.
En
un barrio de Chicago se alimenta la leyenda de un asesino en serie con un
gancho por mano y al que se invoca fácilmente repitiendo su nombre cinco veces
frente a un espejo. Una joven pareja se muda a esa zona de la gran ciudad norteamericana
sin conocer esa fábula ni ser conscientes de las implicaciones oscuras del lugar
que han elegido como su nuevo hogar.
Con
un metraje muy ajustado de apenas noventa minutos, el film traslada un correcto
impacto visual y una intensidad adecuada para provocar la inquietud propia de
esta modalidad cinematográfica. No se trata en absoluto de un mal largometraje,
aunque tampoco figurará entre las grandes muestras del género. En definitiva,
representa un entretenimiento aceptable para los aficionados al thriller y para
quienes buscan sentir esa especial tensión que genera el miedo.
Forman
parte del elenco Yahya Abdul-Mateen II, visto recientemente en “El juicio de
los 7 de Chicago”, así como en “Aquaman” o “El gran showman”, y Teyonah Parris,
que intervino en la interesante “El blues de Beale Street” y en “Retrato de un
amor”. Les acompaña Colman Domingo (“La madre del blues”, “Selma”).
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