En el universo del Séptimo Arte, las películas de terror suelen considerarse parte de un subgénero cinematográfico degradado. Salvo contadas excepciones, la calidad que presentan es escasa. Por el contrario, abundan en ellas las escenas sangrientas gratuitas y exageradas, los tópicos repetitivos y las recreaciones burdas. Aun así, de cuando en cuando surge algún título que escapa a la vulgaridad y que sobresale del resto.
Yo ya había oído hablar muy bien de “It Follows” tras su sonada presentación en los Festivales de Cannes y Chicago y la obtención de algunos galardones en otros certámenes menores pero especializados en esta peculiar modalidad cinematográfica, como el norteamericano de Austin o el suizo de Neuchâtel. Después de haberla visto con cierto retraso, pues su llegada a las carteleras españolas se ha demorado varios meses, he experimentado un cúmulo de sensaciones encontradas. Por un lado, la de hallarme ante un film menor, con escasos méritos cinematográficos, un guión plano sin apenas diálogos dignos de mención y una filmación tremendamente simple. Sin embargo, la cinta funciona porque consigue crear un clima de angustia que se mantiene durante casi todo el metraje, logrando revitalizar de este modo un género que languidecía en la mediocridad.
He renegado siempre de esos títulos propios de los años ochenta que reúnen el cine de terror y el juvenil. Sagas como “Pesadilla en Elm Street” o “Viernes 13” justificaron con creces su calificación de productos de “serie B”, carentes de calidad y destinados a un público poco exigente, más interesado en comer palomitas y en disfrutar a oscuras de la compañía de sus parejas que en el desarrollo de la proyección en sí. Curiosamente, el verdadero mérito de “It Follows” es copiar lo característico de aquellos modelos pero ofreciendo un planteamiento radicalmente distinto. Es capaz de concitar el agrado de aquellos aficionados del pasado y, a su vez, de llamar la atención de quienes rechazan los citados subproductos.
Debido a su gran simpleza no contaré la trama, ya que provocará en el lector ganas de reír e incredulidad ante la posibilidad de que semejante historia pueda generar tensión o transmitir horror. Parece ser que la parte racional del cerebro humano es incapaz de asumir tal sobredosis de fantasías imposibles y condena esa información a la categoría de estupidez grotesca. Pero, cuando las luces de la sala se apagan y la pantalla se ilumina, esa racionalidad cerebral tiende a desactivarse y los miedos pueden hacer de repente acto de presencia. De hecho, es un fenómeno que se asocia a cualquier relato protagonizado por espíritus sobrenaturales o espectros malignos.
Su raquítico presupuesto, de apenas dos millones de dólares, se pone de manifiesto desde el primer momento con ese movimiento de imágenes capturadas como si se hiciera cámara en mano. Todo en este proyecto es sencillo, simple, básico, y quizá por eso funciona. La música efectista, unos jóvenes normales, los primeros amores, el inicio en el sexo y el pánico ante lo inexplicable y ante la muerte violenta. En realidad, es lo mismo de siempre pero contado de otra manera mucho más eficaz y a superior nivel que la mayoría de producciones similares. Sin alcanzar la calificación de gran obra, no cabe duda de que ha llamado la atención y ha elevado el nivel del género.
Se trata del segundo estreno de su joven director, el norteamericano David Robert Mitchell. Los intérpretes son desconocidos asimismo para el gran público, destacando entre todos ellos la actriz Maika Monroe, a quien hemos podido ver en pequeños papeles en “The Bling Ring” de Sofía Coppola o “Una vida en tres días” de Jason Reitman.
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