Cuando
una película me gusta mucho, la reviso de forma constante a lo largo del tiempo.
Pero para que eso ocurra, además de una corrección formal y artística, tiene
que existir alguna conexión entre el largometraje y yo. A menudo, y sin
posibilidad de explicar el motivo, se produce ese enlace mágico entre obra y
espectador, agrandando así el disfrute del visionado y elevando la categoría
del propio filme. Por el contrario, aunque a veces la propuesta sea impecable,
la ambientación resulte exquisita y las interpretaciones gocen de un nivel considerable, asisto a la proyección con
frialdad y distancia. En esas ocasiones reconozco los méritos y valoro el
esfuerzo, pero no se convierten en títulos que me acompañen de por vida, con
las repeticiones y reincidencias propias de mis producciones cinematográficas
favoritas.
“La
Casa Gucci” presenta una dirección artística muy atrayente, excelentes
actuaciones y una narración bien llevada. Por lo tanto, reúne logros evidentes.
Consigue embriagar con su atmósfera de lujo, la sucesión de traiciones
familiares y un reparto rebosante de estrellas. Sin embargo, el argumento me
generó cierto desapego. Quizá se deba a que no me interese demasiado el mundo
de la moda, con sus marcas y diseñadores, pero lo cierto es que el metraje me
pareció largo y apenas logré conectar con la proyección. Pese a sus opciones
legítimas y evidentes de cosechar numerosas nominaciones en los próximos
certámenes, dudo que vuelva a verla en el futuro.
Con
motivo del reciente estreno de “El último duelo”, ensalcé sobradamente en mi
crítica la trayectoria de Ridley Scott como director. Dicha propuesta,
guionizada y producida por Ben Affleck y Matt Damon, no me gustó. De hecho, creo
que “La Casa Gucci” es mejor en bastantes aspectos, con unos personajes más
trabajados, una producción más coherente y unas interpretaciones más
acompasadas. Aun así, opino que el veteranísimo (y venerado por mí) cineasta
británico muestra ya varios signos de agotamiento pero, aunque sus obras van
perdiendo magnetismo y simbología, conserva todavía el rigor técnico y la
habilidad narrativa que le caracterizan.
Cuenta
la historia de Maurizio Gucci, nieto del fundador de ese famoso imperio, desde
su juventud hasta su asesinato en 1995 por encargo de su exmujer. El cúmulo de
amores y traiciones dentro de la propia familia, junto al afán de reinventar
una marca que parecía encasillada, se relatan durante dos horas y media a
través de una notable fotografía, una música efectiva y un acertado reflejo de
la ostentación.
Uno
de los atractivos más relevantes radica en el equipo artístico, formado por
estrellas consagradas y actores de inmenso talento, cuya lista de galardones multiplicaría
la extensión de este texto. No obstante, más allá de los destellos que provoca
el citado reparto, sus integrantes demuestran su valía, consolidan gracias a
sus trabajos el resultado final y, pese a las extravagancias de algunos de los
perfiles que aparecen en pantalla, todos resultan creíbles y dignos de aplauso.
En
cabeza figura Adam Driver quien, con dos nominaciones a la estatuilla de
Hollywood, ha demostrado su tremendo potencial y enorme capacidad de sugestión
en títulos como “Paterson”, “Historia de un matrimonio” o “The Report”. No cabe
imaginar opción más óptima para dar vida a Maurizio Gucci. Por su parte, la
cantante Lady Gaga, tras convencer con su brillante intervención en la enésima
versión de “Ha nacido una estrella”, despliega de nuevo una interpretación
potente y rigurosa. El gran Al Pacino, el solvente Jeremy Irons y el
camaleónico Jared Leto otrogan una cobertura excepcional a la pareja
protagonista. Sólo entre Oscars y Globos de Oro, suman entre los tres diez
premios y treinta y ocho nominaciones. Completan el elenco Jack Huston (“La
gran estafa americana”), Salma Hayek (“Frida”) o Camille Cottin (“Aliados”,
“Cuestión de sangre”).
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