“El
canto del cisne” es una película futurista, pero completamente alejada de los
cánones tradicionales de la ciencia ficción. Su narración resulta excesivamente
pausada y, pese a contar con una trama interesante, la filmación se muestra
estoica y calmosa, y con un ritmo sosegado que evidencia algún vacío, como si
le faltase energía. Su director y guionista, el debutante en la gran pantalla Benjamin
Cleary, parece querer trascender a base de profundas preguntas filosóficas y
elevar así su obra a través de una construcción escénica muy relajada y casi
mística. El resultado, no obstante, deriva en errático, ya que a ratos produce
más sopor que interés.
Decoraciones
minimalistas, inventos digitales avanzados, silencio, limpieza, primeros planos
y un compás lánguido envuelven todo el metraje. Semejante planteamiento tan
intelectual, reflexivo y vanguardista termina por adormilar al espectador, en
lugar de arrancarle una chispa que lo conecte con la historia. Todo se alza
etéreo y demasiado artificial, y la levedad del ser sobre la que pretende
llamar la atención se torna anodina. A mi juicio, este experimento requería de
una superior fuerza visual, de un montaje más vigoroso y, sobre todo, de unos
personajes con mayor credibilidad.
Ambientada
en un futuro relativamente cercano, presenta a un amante esposo y padre al que
diagnostican una enfermedad terminal incurable. Una científica le ofrece una
solución alternativa que podría evitar a su familia el dolor del duelo ante el
fatal desenlace: crear una réplica humana a partir de su ADN que le sustituya
sin que nadie de su entorno se entere.
Se
nota el esfuerzo por edificar una propuesta elegante y profunda pero, precisamente
porque se nota, deja a las claras su artificialidad. Quizás en lugar de izarse
sobre las cuestiones mundanas, hubiera sido preferible descender a ellas. De
hecho, da la impresión de que el guion se ha extraído de un manual teórico
totalmente alejado de la práctica y, sin bien la idea original es buena y las
actuaciones poseen un notable nivel, su ejecución no funciona.
Entre
dichas interpretaciones destaca sobremanera Mahershala Ali, quien ya ha
recibido por este trabajo una nominación al Globo de Oro al mejor actor del
año. Ciertamente, su actuación sobria y profunda es lo más sobresaliente de la
película. Él constituye la razón por la que seguir viendo la cinta, aun cuando
ya se haya producido la desconexión del público con el relato. El californiano ha
cosechado en los últimos tiempos un protagonismo y una rentabilidad como pocos
de sus colegas de profesión. En 2017 recibió un Oscar como secundario por la
sorprendente “Moonlight” y en 2019 repitió galardón y categoría con la amable
“Green Book”. Con dos Premios de la Academia de Hollywood, un Globo de Oro y un
BAFTA, se ha convertido sin duda en un referente indiscutible. Cuando se hacía
llamar por el impronunciable nombre de Mahershalalhashbaz Ali, intervino en
títulos como “El curioso caso de Benjamin Button”. Una vez recortada su
denominación, ha participado en “Cruce de caminos” o “Los juegos del hambre” y
en series de renombre como “House of Cards” y “True Detective”. No creo que en
esta ocasión se lleve el galardón a casa, pero continúa destacando y
confirmando su talento.
Le
da la réplica la actriz Glenn Close, quien despuntó en la década de los ochenta
(“Reencuentro”, “El mejor”, “Atracción fatal”, “Las amistades peligrosas”)
hasta convertirse en una de las figuras más reconocidas de la escena
internacional. Sus ocho candidaturas a la estatuilla dorada así lo avalan. Aquí,
sin embargo, se muestra fría y distante, tal y como lo requiere el tono general
del film.
Completan
el reparto Naomie Harris (“Moonlight”, “Skyfall”, “28 días después”) o Awkwafina
(“The Farewell”, “Crazy Rich Asians”).
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