Resulta
difícil calificar la película “Licorice Pizza”, como también es complicado
catalogar a su director, Paul Thomas Anderson. Este cineasta norteamericano,
que acapara hasta la fecha nada menos que once nominaciones a los Oscar (aunque
todavía no han ganado ninguno), posee numerosas cualidades. A cargo de un sello
propio y original, genera obras desde una perspectiva inusual y atrayente. Sin
embargo, a mi modo de ver le pierden las excentricidades y se deja llevar en
exceso por derivas estrambóticas. Tal vez por ello los largometrajes que más me
gustan se alejan en gran medida de ese estilo particular que le caracteriza (“El
hilo invisible”, “The Master”), mientras que sus trabajos más reconocibles y
personales (“Boogie Nights”, “Magnolia”, “Puro vicio” o, ahora, “Licorice Pizza”)
me originan una contradictoria sensación que oscila entre la satisfacción y la
desilusión.
Como
sucede con una parte sustancial de su filmografía, “Licorice Pizza” atesora
momentos memorables, a ratos con un sentimentalismo muy marcado y siempre con
una recreación estética evocadora, logrando captar la atención del público y
engatusarle por medio de buenas artes. Sin embargo, reitera algunos, a mi
juicio, vicios que terminan por deslucir sus proyectos cuando se analizan en
conjunto: un desmesurado metraje -que alarga con tramos de guion sin sustancia
ni interés- y una tendencia a introducir secuencias alocadas y extravagantes
sin venir a cuento, derivando en una impresión final ambigua. Procede reconocer
la personalidad y singularidad del realizador, y la belleza y magnetismo de no
pocas secuencias, pero ambas virtudes coexisten con prolongados momentos de la
proyección carentes de atractivo y con la proliferación de elementos cómicos
asociados a personajes estrafalarios llevados al límite.
En
cualquier caso, constituye una declaración de amor a California en un momento
histórico concreto, y a una etapa adolescente y juvenil tan excitante como
incierta. Las canciones de fondo, los tonos pastel, la estética setentera, la
recreación del amor platónico y cierto punto de rareza mueven al aplauso. Ahora
bien, como film que recrea mejor esa época, homenajea y exalta la inocente,
insegura y pura edad temprana que marca para siempre al ser humano, me quedo
con “Casi famosos”, de Cameron Crowe, otro ejemplo de un joven que actúa como
adulto en esa convulsa revolución cultural marcada por la guerra del Vietnam y
el legado de Nixon.
Cuenta
la historia de un estudiante del instituto de San Fernando Valley a principios
de la década de los setenta. Actor ocasional y emprendedor vocacional, sueña
con conquistar y enamorar a una chica diez años mayor que, desilusionada con su
vida, termina aceptando al quinceañero, entablándose entre ambos una
“relación-no relación” que les hará sufrir.
La
cinta cuenta con tres candidaturas a las estatuillas doradas de Hollywood (película,
director y guion original) y cinco a los BAFTA (además de las anteriores
categorías, optan al galardón su actriz protagonista y el montaje), aunque se
fue de vacío de los Globos de Oro después de aspirar a cuatro premios. Tanto el
“National Board of Review” como el “American Film Institute” la han
seleccionado entre los diez títulos más destacados de 2021.
Sin
duda merece destacarse la labor interpretativa de la pareja protagonista. Cooper
Hoffman, hijo del magnífico intérprete Philip Seymour Hoffman, se inicia en el
cine con este papel. Se trata de un debut aclamado y meritorio. Ignoro cómo se desarrollará
su futuro artístico, pero en esta ocasión demuestra tener madera y sobrada
capacidad profesional. Para Alana Haim también supone su primera incursión en
el Séptimo Arte y lleva a cabo una actuación creíble y potente. Ambos soportan
el peso de “Licorice Pizza” con aparente naturalidad.
Célebres
y aclamadas estrellas como Sean Penn, Bradley Cooper o John C. Reilly asumen
intervenciones secundarias en forma de cameos, y participa asimismo Sasha
Spielberg, hija del magnífico director Steven Spielberg.
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