CODA
es un acrónimo formado con las iniciales de los términos “Child Of Deaf Adults”,
cuya traducción vendría a significar un equivalente a “hijo de padres sordos”.
Se trata de una película amable, de buenos sentimientos, tono vitalista y
agradable visión. Una mezcla de moraleja aleccionadora y de entretenimiento
melodramático con cierto tufillo a artificialidad, pero que resulta grata al
resto de los sentidos. Pertenece a ese tipo de largometrajes familiares donde
el drama, la comedia y el sentimentalismo se alían para ofrecer al espectador
lo que espera. No sorprende, pero tampoco decepciona. Ni va más allá de las expectativas
ni se queda corta. Se torna efectiva, complaciente y con cierto tino a la hora
de remover la sensibilidad del público.
Sian
Heder, una realizadora casi debutante en la gran pantalla (aquí se enfrenta a
su segundo trabajo), pero con más bagaje en el mundo de las series televisivas,
se sitúa detrás de la cámara, demostrando su habilidad para la narrativa visual
y la dirección de actores. CODA se estrenó en el Festival de Sundance de 2021,
donde cosechó cuatro premios. A partir de ahí, el difícil camino del denominado
“cine independiente” le llevó a estrenarse directamente en plataformas en
numerosos países. Sin embargo, en el pasado agosto recaló de forma limitada en
las salas estadounidenses. Y, como ocurriera en su momento con otros aclamados
títulos como “Whiplash”, el llamado a ser un patito feo se convirtió en cisne
y, de ser un filme que ocasionalmente se proyectara en algún festival
especializado o, a lo sumo, por medio de alguna otra alternativa audiovisual,
comenzó a obtener notables críticas y reconocimientos.
De
hecho, opta a tres Oscars (película, guion adaptado y actor secundario) y a
tres BAFTAS (actriz y, también, guion adaptado y actor secundario), y tanto la
“National Board of Review” como el “American Film Institute” la ha incluido
entre las diez mejores cintas del año. Tal vez suponga un reconocimiento
excesivo para una obra que, en el fondo, no presenta tanta brillantez. Sin
embargo, a veces las sensaciones gratificantes bastan para destacar, y este
proyecto se encuentra pleno de ellas.
Una
joven es la única miembro de su familia que no padece sordera y que se puede
comunicar normalmente con los demás. Al mismo tiempo que cursa sus estudios, trabaja
con sus padres y su hermano tratando de mantener a flote el negocio pesquero
que les sustenta. Representa, pues, el único nexo de unión entre los suyos y el
mundo. Pero, buscando algún aliciente más para su vida, descubre la actividad
del canto y ese hecho lo cambia todo. A partir de entonces, brota su talento y
se enamora de un chico. Su profesor intuye algo especial en ella y la anima a
que contemple la posibilidad de entrar en una escuela de música, aunque esa
opción le alejaría de su hogar y quebraría su papel como vía de comunicación
entre su familia y la sociedad.
CODA
no ofrece nada especialmente extraordinario, pero destila grandes dosis de
optimismo y bondad. Tampoco se le puede acusar de previsible, puesto que su
pretensión no radica en sorprender. Es sencilla, que no simple. Su principal
inconveniente estriba, a mi juicio, en su peligrosa tendencia a asimilarse a
una serie convencional de televisión, si bien su capacidad para engatusar a
base de dulzura (en ocasiones, hasta empalago) y benevolencia queda fuera de
toda duda.
Dentro
del equipo artístico figura Marlee Matlin, ganadora de una estatuilla dorada de
Hollywood en 1987 por su interpretación (precisamente de una sordomuda) en “Hijos
de un dios menor”. En cualquier caso, el protagonismo recae sobre Emilia Jones,
a quien vimos de forma fugaz siendo pequeña en “One Day (Siempre el mismo día)”
y, más tarde, en “Nuestro último verano en Escocia”. Gracias a su actuación, aquí
ha podido destacar. Les acompaña Troy Kotsur (que acapara la mayoría de las
nominaciones) y el actor mejicano Eugenio Derbez, quien ya obtuvo un
considerable éxito con la más endeble “No se aceptan devoluciones”.
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