Las cifras que presentaron las anteriores entregas de Transformers no dejaban lugar a dudas. La primera costó ciento cincuenta millones y recaudó más de setecientos, mientras que la segunda contó con un presupuesto de doscientos e ingresó casi ochocientos cincuenta. Semejantes números auguraban que una tercera parte no tardaría en llegar, ya que su razón de ser es puramente económica. Obviamente, no se trata de una historia inacabada en busca de un final ni tampoco responde a un deseo de su director de expresar nuevas ideas o profundizar en los personajes. No existe nada de eso. En este caso, como en el de la mayoría de las secuelas de los grandes éxitos de taquilla, la finalidad no es otra que exprimir al máximo un rendimiento financiero y esta realidad no debe considerarse necesariamente negativa. En el ámbito de la economía de mercado nada hay tan lícito como hacer negocio de forma legal con la venta de un producto que el consumidor compra voluntariamente. Pero esta columna habla de cine, no de economía y, en ese sentido, la cinta no aporta nada nuevo. Ni siquiera mantiene el nivel de sus predecesoras. Se limita a explotar unos efectos especiales que ciertamente atraen a un gran número de espectadores que, en realidad, no acuden en masa a la sala con la pretensión de ver lo que se entiende por cine en sentido estricto. Más bien me inclino a que pretenden experimentar en el formato de pantalla grande las mismas sensaciones que les proporcionan en sus respectivos domicilios sus videojuegos favoritos ya que, en una inmensa mayoría, lucen en sus dedos las marcas del triángulo, el círculo, el cuadrado y la cruz del mando de la Play Station.
De hecho, el largometraje tan solo es visible de un tirón si se le da el tratamiento de videojuego en el que asistimos exclusivamente a un torbellino de efectos visuales y de sonido o a un prodigio de ingeniería. Nada más. El realizador Michael Bay, un experto en grandes superproducciones como Armageddon o Pearl Harbor trata de apabullar al público con una concatenación de imágenes sorprendentes y una escenificación constante de grandilocuencias para esconder las carencias de una historia reiterativa, con personajes planos y carentes de interés cuyos diálogos son absurdos y que es un vehículo propagandístico para que su rentable merchandising posterior acreciente unos rendimientos ya considerables de por sí.
Y, puesto que lo fundamental es disimular la mediocridad del producto en venta, recurren a una supermodelo de la firma Victoria´s Secret para adornar unas escenas trepidantes que no den respiro al espectador, sobre todo para que no se pare a pensar en lo vacío del proyecto. La triste realidad es que el cine como séptimo arte sale perdiendo con este tipo de producciones, por más que los productores estén en su perfecto derecho de buscar la rentabilidad de estas sagas sin fin.
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