Lars Von Trier está considerado como el director danés más importante desde Carl Theodor Dreyer. En mi opinión, sus comienzos profesionales fueron muy prometedores gracias a títulos como Europa, Rompiendo las olas o Bailar en la oscuridad. Todos estos largometrajes resultaban extraños y de compleja visión debido a su densidad y a la lentitud de la narración. El interés que despertaban sus personajes, sobre todo femeninos, explicaba que sus actrices fueran acreedoras de numerosos premios y reconocimientos. Comprar una entrada para una película de este realizador equivalía a asumir que no ibas a ver un trabajo convencional, que su visión artística no se parecía a ninguna otra y que, casi siempre, iba a exigir un esfuerzo al espectador para poder seguir la trama. Ello le supuso concentrar en dos bloques irreconciliables a sus devotos seguidores y a sus fieles detractores. En el plazo de tiempo que va de principios de la década de los noventa hasta el año 2000, los proyectos de Von Trier podían ser considerados, como mínimo, originales e innovadores, a la vez que caracterizados por las sorprendentes y memorables actuaciones de sus actores.
Pero algo pasó después que me lleva a afirmar, aun a riesgo de equivocarme, que el cineasta evolucionó negativamente, convirtiéndose en una especie de visionario revolucionario al que su obsesión por unas filosofías muy personales le hizo perder el norte. Sus siguientes cintas estaban presididas por una estética errática que tan sólo producía rechazo. Sin ir más lejos, los decorados de Dogville, que algún crítico calificó de creación artística de obligada visión obligada, constituían la negación misma del cine. Para colmo de males, sus personajes comenzaron a perder interés debido a su alejamiento de la realidad y a su conversión en absurdos espectros salidos de pesadillas surrealistas. En definitiva, el director europeo ha terminado por crear un universo personal de difícil acceso (en mi caso, imposible) y firmando obras que tal vez tengan algún sentido en su mente pero que, desde luego en la mía y en la de la mayor parte de su público, no tienen absolutamente ninguno.
Melancolía se inicia con una presentación musical de ocho minutos de duración acompañada de una serie de imágenes rodadas a cámara lenta y carentes de diálogos y de explicación. Cuenta a su favor con dos grandes bazas que son, por un lado unos atractivos personajes a los que se les puede sacar mucho jugo y, por otro, unos intérpretes en estado de gracia que lo dan todo en pantalla. Pero posee igualmente demasiados argumentos en contra. A su habitual lentitud narrativa se suman la interminable filmación de secuencias claramente prescindibles, un desarrollo de la trama sumamente incomprensible y el intento fallido de reunir un drama de carácter personal y familiar con un elemento entre la ciencia ficción y el género de catástrofes en forma de colisión de dos planetas. ¿Qué historia quería contar realmente Lars Von Trier? ¿Qué pretendía transmitir a los espectadores? ¿Tiene algún sentido lo que nos ofrece? Solo él lo sabe. Desde luego, yo no puedo contestar a ninguna de las tres cuestiones ya que el cineasta danés se me ha vuelto indigesto e indescifrable.
Lo mejor de Melancolía es, sin lugar a dudas, Kirsten Dunst, que obtuvo por este papel el premio a la mejor actriz en el último Festival de Cannes. Está verdaderamente magnífica reflejando felicidad y tristeza a partes iguales. Siempre dota a sus interpretaciones de un algo especial –recuérdese en Elizabethtown, película fallida en su conjunto pero cuyas escenas protagonizadas por la actriz le otorgaban una magia que impulsaba a verla una y otra vez. En concreto la última de todas, cuando propone a su compañero un final alternativo, es, probablemente, uno de los finales más románticos y optimistas que he visto nunca en una sala de proyección.
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