El polifacético Kenneth Branagh es un buen ejemplo de profesional del séptimo arte que, debido al brillante inicio de su carrera, recibió muy merecidamente el calificativo de joven promesa. Sin embargo, en el caso concreto del británico, esa deferencia en el trato cuando, después de veinte años de trabajo se echa la vista atrás, tendría que ser revisada de una vez. Repasando el conjunto de su carrera y, sobre todo, sus últimos trabajos para la pantalla grande, se debería concluir que no ha terminado de aflorar todo aquel talento que se le presumía en sus orígenes. No cabe duda que su estreno detrás de las cámaras con Enrique V fue sumamente destacado, hasta el punto de conseguir la nominación al Oscar al mejor director, un reconocimiento inusual para un debutante. El film Los amigos de Peter, a pesar de la ausencia de galardones, sí gustó mucho y se convirtió en una película de culto para buena parte de una generación.
Pero, posteriormente, Branagh sufrió cierto estancamiento que le impidió proseguir tan ascendente dinámica. Su indiscutible especialidad de traducir a imágenes las obras de William Shakespeare no trascendía de una mera corrección formal. Desde 1996, año en el que presentó su particular visión de Hamlet, no solo no ha podido escalar peldaños sino que ha comenzado a trazar una línea claramente descendente. Trabajos de amor perdidos decepcionó. Los largometrajes Como gustéis y La flauta mágica, ambos de 2006, pasaron sin pena ni gloria por las salas de proyección y en muchos países ni siquiera se estrenaron. A los doce meses, su siguiente proyecto fue un remake fallido de La huella, magnífica cinta dirigida por Joseph L. Mankiewicz en 1972 que, como tantos otros títulos, no requería revisión alguna. Como era de esperar, la copia no superó al original y las voces que hablaban de decadencia al referirse al norirlandés empezaban a sonar con fuerza.
Ahora cambia de registro para introducirse de lleno en el espectáculo visual contenido en los géneros de ciencia ficción y de acción de la mano de un popular superhéroe de la Marvel. Thor es una superproducción de más de ciento cincuenta millones de dólares en la que priman los efectos especiales y que sirve de vehículo al realizador para abordar un experimento que en nada se parece a lo que ha rodado hasta la fecha y que carece de cualquiera de sus reconocibles señas de identidad. De una corrección formal impecable, el reparto está integrado por un universo de estrellas que, por sí solas, invitan a presenciar esta enésima adaptación de personajes dotados de superpoderes. Pero lo cierto es que su objetivo se reduce a apabullar visualmente a los espectadores con el ánimo de que comprueben dónde ha ido a parar hasta el último dólar invertido en la realización. Recuerda en cierto modo a Ironman, aunque sin las licencias cómicas que se permitía Robert Downey Jr. y con ciertas ínfulas de trascendencia. Lejos, y muy por delante, quedan las adaptaciones de Sam Raimi de la trilogía de Spiderman o las de Batman de Christopher Nolan. Sé que me arriesgo pero apuesto a que no hay nada de la esencia de Kenneth Branagh en Thor. Y eso se nota.
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